Itha, mi madre

A mis hijos, que ya han leído casi todas
todas estas líneas y me lo van a reprochar.

Un buen día me sorprendí a mi mismo considerando que entre mis recuerdos plasmados en “Lira” había poco espacio dedicado a mi madre. Yo tenía conciencia de haberle consagrado algunas páginas, pero repasando el índice de los “ Cuentos” me di cuenta de que esas escasas líneas que escribí sobre ella, no estaban allí, en mis “viejos recuerdos” de Lira. Ya sabéis que hace pocos años escribí o compuse o recopilé o, más bien , pergeñé (porque pergeñar indica disponer las cosas con más o menos habilidad, y eso es lo que yo hice, si nos atenemos al menos), decía, y perdón por la interrupción, que amontoné un buen rimero de folios con el titulo de “Genealogía de los Quintas”, dividida en tres partes y un apéndice. (Por cierto que dicho así parece una obra importante ¿verdad?). Bueno, en realidad en un principio, hasta hace unos días, tenía dos apéndices... pero eso lo explicaré después. Ahora digo que la primera parte de la tal genealogía, era la genealogía. ¿A que no os lo imaginabais? A la segunda la llamé “notas biográficas”, porque lo eran. La tercera, el “álbum familiar”, era una recopilación de viejas y nuevas fotografías que van desde mis abuelos a mis nietos; y el apéndice se refería a los Quintas, los Gil, los Curbera y los Solleiro, pequeñas genealogías de esos cuatro apellidos, resumidas, cada una, en una sola hoja. Un conjunto muy completito, como se puede ver. Y aquí es donde entra el asunto que quería traer a colación: que la “genealogía de los Quintas”, la grande, la completa, tenía un segundo apéndice que se llamó:

LIRA

Viejos recuerdos y pequeñas historias sin importancia.

y que hoy los tengo separados (la genealogía y su segundo apéndice) porque un tomo en papel tamaño folio, cuando llega a 300 páginas (o más, que no sé ni las que tiene), es poco manejable. Y ahí es donde se quedaron las pocas cosas que escribí sobre mi madre, en la segunda parte de la “Genealogía”, en las notas biográficas de las que os hablé antes. Por eso se me ocurrió introducir en “Lira” algo de lo que ya me habéis oído contar sobre mamá, la abueliña. Porque ella, para nosotros, los Quintas Gil, ella era “LIRA”, más Lira que ninguno de la familia, la que llevó Lira en su alma y su corazón. Y casi me atrevo a decir que llevaba Lira tan dentro de sí, como llevaba a su marido y a sus hijos, incluido aquel Ramón, el “Yiyo”, que se le murió a los dos años, meses antes de nacer yo. Y que tengo para mí que fue el hijo que más quiso siempre, el que más echaba de menos, y con el que, estoy seguro, hablaba un poquito todos los días, especialmente cuando, a escondidas, contemplaba sus pequeños juguetes de celuloide conservados entre sus tesoros más queridos, junto al primer diente que se le cayó el último verano de su vida y aquel pequeño mechón, ya deslucido, de cabello rubio.

Yo sé que me perdonaréis si me repito, me copio y me cito a mí mismo porque no me parecía cumplir como buen hijo si no incluía a mi madre, aunque sea en sólo unas líneas, en estos cuentos del Pazo de Lira de sus amores.

Se llamó Sofía Gil Sequeiros, pero ya desde niña todos la conocieron por Itha. En cierta ocasión un primo mío me preguntó desde Almería, un día que charlábamos por teléfono, que qué significaba esa “h” que figuraba en el nombre de la tía Itha. Le expliqué el misterio: la hermana anterior en edad a mi madre, la tía Margot, en sus primeras palabras de su todavía muy escaso vocabulario, a Sofía (o tal vez Sofiíta), le llamó Ita y aquello hizo gracia y cuajó. Pero a los hermanos mayores aquel Ita, tan sencillito, les pareció poco y le dieron un toque de exotismo añadiéndole una “h”. Cosas de críos, pequeñas tonterías de esas que perduran y se conservan toda la vida. Y como Itha vivió 92 años, pude decir en aquella semblanza que le dediqué, que era una de esas tonterías de niños que sólo duran un siglo.

A nosotros, sus hijos, no sabía decirnos que no a nada, pero tenía la habilidad de dejar las cosas en su punto para que hiciéramos lo que había que hacer. Con dulzura, como era ella. Porque fue feliz con una dulce felicidad, sin estridencias, y al mismo tiempo con esa suave “morriña”, tan galaica, del que no sabe olvidar a los que ya se le han ido: sus padres...su Yiyo... Fue feliz con su marido Mario, con sus hijos, nietos, biznietos y con quién estuviera a su lado, pues todos teníamos un rincón en su alma. Fue feliz en el Pazo de Lira, aquel lugar de tan gratos recuerdos para todos...Por eso pienso que en el cielo tiene que haber un pazo con todos los Quintas que ya se nos han ido (y los que nos iremos yendo) en donde ella, junto a su marido, Mario, seguirá siendo feliz haciendo los honores de la casa:

-- “Pasen ustedes, por favor. ¡Qué alegría verles! Estamos reunidos con nuestros hijos y...”

Pero yo decía también que era tristemente feliz, porque encontraba frecuentes motivos para andar por la casa con lágrimas en los ojos por motivos que, a ella, le llegaban muy adentro: porque se nos acababan nuestras cortas vacaciones a mí o a mi hermano Alfonso y solamente le quedaban siete días para tenernos a su lado; porque a su hermana Carmiña ... porque a su hermano Juan... Y andaba por la casa, o se ponía al piano, o hacía que leía un libro, con las lágrimas pegaditas a los ojos, la sonrisa triste y sin pronunciar un lamento.

Sí, el piano, lo nombré ahí, arriba, porque era una parte de sí misma y nos la metió a sus hijos junto con la afición a la música: todos estudiamos piano y todos llegamos a manejarnos en él con mejor o peor fortuna. Sí, el piano, porque ella había recibido la formación que se daba a las “señoritas bien” de la época: cultura general, piano y algo de costura. Recuérdese que Dª Concepción Arenal, que vivió a lo largo de todo del siglo XIX, eminente jurista y socióloga, ingresó en la Universidad vestida de muchacho, porque no estaba bien visto que una chica (y más aun de buena familia) anduviera metida todo el día entre tanto joven y, sobre todo, con la incomprensible manía de estudiar derecho. ¡Que horror! Como si fuera un hombre. Bueno, eso mismo había hecho la George Sand en el mismo siglo y por motivos parecidos y conquistó nada menos que París y a Federico Chopin.

No era su única afición, que también cultivaba la lectura, el teatro , la ópera... En sus lecturas lo mismo se la veía con una novela rosa de Concha Linares Becerra que con las Novelas Ejemplares de Cervantes o las obras de Alarcón: “La Pródiga”, “El Niño de la bola”, “El escándalo”... En su juventud, cuando llegaba la temporada de teatro y de ópera en Vigo, no se perdía una representación de una obra del siglo de oro, o de Benavente, o “La Traviata”, “Rigoleto”, y tantas otras, que eran como el cine, la radio y la “tele” de aquellos años. (Cuánto hemos perdido con el “progreso”...) Y de todo ello nos trasmitió, sin que lo notásemos, su gran afición, gracias sean dadas a Dios, Nuestro Señor. Porque, además, era constante en todo aquello que ella consideraba bueno. Dije de ella en otra parte que era “la constancia silenciosa”, y puse unos ejemplos que, con permiso de mis hijos, voy repetir aquí y que, si queréis, os los podéis saltar:

Me comentó un día que cuando empezó la tremenda guerra civil, allá por el año 36, pensó en el desastre que se nos venía encima a todos, a España entera, a sus hijos y a su marido, que era por entonces comandante de Infantería. Y comenzó una novena a la Inmaculada, la Patrona de los infantes. Le pedía que detuviera aquella tragedia y que no nos ocurriera nada a ninguno de los suyos. Cumplidos los nueve días y como aquello continuaba, ella también siguió y siguió, empalmando una novena tras otra hasta que acabó la guerra y volvió sin novedad el comandante a su hogar. Aquellos nueve días se convirtieron en tres años sin que lo comentara con nadie, en silencio, como todo lo que se refería a su persona. Lo supe, ella me lo dijo, unos cuarenta años después.

Cuando nació su primera nieta, Cristina, comenzó a hacerle una colcha de ganchillo para cuando la niña tuviera una cama de persona mayor. Hacía unos como rosetones de perlé, cientos y cientos, que luego empalmaba unos con otros con paciencia infinita. Pero antes de terminarla había nacido otra nieta, y después otra, y otra... Porque tuvo trece. Me dijo un día que llevaba un retraso de cuatro colchas. Era su forma de contar el tiempo: “cuando acabe esta colcha...” Por eso vivió tantos años, porque después de la de Cristina y la de Aurorita tuvo que empezar la de Marta, y luego la de...

A María, se le grabó, cuando era niña, esa imagen de la abuela haciendo ganchillo los veranos, en Lira. La iba a ver a su cuarto y cuando deshacía sus maletas al llegar de Vigo y la niña contrastaba la diferencia con las nuestras, que venían del sequeral de Madrid; las de la abuela traían la humedad del mar y de esas nieblas y lluvias que crean el verdor de Galicia. Y aquella naricilla pequeña notaba la diferencia.

Y al fin, a sus 92 años, murió como ella hubiera elegido morir: sin “dar la lata”, sin molestar, como ella vivió siempre, sin ni siquiera tener una enfermedad... A sus años, con sus recuerdos de una tan larga vida, con su dulce morriña de tiempos y personas ya idas, con su tranquila felicidad sin estridencias, se apagó en silencio en su butaca de siempre esperando que la avisaran para sentarse a la mesa: “Abueliña, a comer...” Pero ella estaba ya con su padre Ramón, con su marido, con su hijo Mario y con aquel Yiyo (que se le fue tan pronto) esperándonos a todos, sin prisas, para vivir juntos por los siglos de los siglos en el Pazo del Señor.

Y fue en esa ocasión cuando María, desde América, me envió lo que sigue:


“ Este poema es para papá.”

No sabes si llorar o reír;
con tanto años de vida, dos siglos,
se fue lejos y cerca, deprisa y despacio
dejándonos ciegos
sin ella; se ha ido
con Dios.

Llora por su ausencia, sin miedo,
llora tranquilo en el hombro más querido.
Y ríe, padre, ríe, ríe, ríe,
que ella se ríe contigo y sonríe
sentada y sentida
tejiendo con sus manos viejas que no
                      tiemblan
una colcha de perlé
para el Niño.

Ahora me está mirando, la siento tan cerca,
y no le gustan mis lágrimas. Ahora
nos oye aunque susurremos, bajito.
Y ahora no siente dolor, ni pena,
ni                      desgracias.

Sino Amor, ... y Luz.
 

 Con los ojos de abuela me mira
y te mira a ti, hijo queridísimo. Y tiene
                    consigo
entre nubes de música y paz
el olor aquel, a Vigo
.
Que llenaba su habitación
en casa.

Y allí en el Cielo ese olor se confunde
con tantos otros, olor de maletas húmedas,
                     de mar,
de seres queridos.

Olor de abuela, y madre.

Lo siento en el alma, papá, lo siento.
Pero alégrate, contento. Que ella está allí,
                en su enorme hueco
y está aquí, conmigo...abueliña...
y a tu lado , contigo,
tejiendo con sus manos viejas que no
                      tiemblan
una colcha de perlé
para el Niño.

 

Maria de Loreto Quintas Gil


La abuela, a los 83 años tejiendo (sin necesidad de gafas)  una colcha de perlé para una de sus nietas

Os lo advertí y según el dicho, “el que avisa, no es traidor”. Pero creo que os debo una explicación: empecé a escribir mis cuentos no creía que llegaran a ser tantos ni que recogieran tanto recuerdo. Y fijaos en esto: les acabo de llamar “mis cuentos”, y ese “mis” me ha salido por primera vez y sin pensarlo siquiera. ¿Será por eso del subconsciente, el inconsciente o el no sé qué? No creo. Debe ser por el cariño que les voy cogiendo a fuerza de leer las alabanzas que les prodiga nuestra prima Magdalena y alguno de vosotros. Yo creía que cuando os los entregaba, vosotros los recogíais con mucho cariño y – eso, sí - con gran cuidado para guardarlos en un cajón. Pero también puede ser que los aprecio más cada día porque los voy viendo crecer y tomar el desarrollo de una persona mayor que no está completa del todo.

Pero hay, creo yo, una razón por la que me decidí a escribir “Itha, mi madre”, y es porque aunque os dediqué estas páginas, a medida que las iba escribiendo me fui dando cuenta de que lo que yo buscaba era hablar con ella, y vosotros fuisteis mi pretexto inconsciente. ¿Me perdonáis? Me diréis que mucho de lo que ahora escribí ella ya lo conocía. Y es verdad, aunque reconoceréis que hay bastante tela nueva en este vestido que he confeccionado. Es verdad que me he copiado algún pasaje, pero debéis comprender que de mi “caletre” ya no fluyen las ideas como fluían en otros tiempos, que yo se lo oí decir a mi señor Don Quijote cuando le veía morir rodeado de los suyos: que ya “en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”, y yo ya me veo precisado a recurrir a estos turquillos para rellenar unas páginas.

Además yo quería “meter” más en Lira a mi madre y traer al pazo ese poema que María me dedicó y que tanto me emociona leer. Me decís que mucho de ésto ya lo conocía mi madre, y os diré que sí, que lo sé. Pero también sé que hay en este mundo tres personas a las que no sólo no les importan que les repitan ciertas cosas, sino que están deseando oírlas una y otra vez; y esas personas son la novia, la madre y la virgen María. Por eso yo, al escribir todo esto, lo que quería era decirle a mi madre eternamente, como cuando era niño: te quiero... te quiero mucho, mamá.

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