Visita y Promesa

LA VISITA Y LA PROMESA

En recuerdo de la tía Margarita y el tío Mauro
y de mis padres Itha y Mario.

La visita

  Hace unos días, cuando finalizaba el mes de mayo - el mes de Ella, el de la Virgen – al abrir mi correo en el ordenador me llevé una grata sorpresa: Ella estaba allí, vi su rostro y muy poquito más. Bueno, ya sabéis: la pantalla aparece casi enteramente ocupada por la lista de los correos recibidos y aun no eliminados y quedaba tan sólo un poco de espacio para que asomara, tímidamente, la imagen de Nuestra Señora. En el primer instante creí que era la Milagrosa. Y me acordé de la promesa. Luego, cuando subí la figura se me llenó la pantalla de azul, de rojo y de dulzura. No, no era la Milagrosa. Su túnica no era blanca, sino roja, y sus manos, cruzadas sobre el pecho, no estaban, con los brazos extendidos, derramando rayos de luz y de amor. Pero ya no pude desasirme del recuerdo de la Promesa.

La carta que había recibido tenía un título, La Visita, y me la enviaba una muy lejana prima nuestra llena de buenos deseos. Pero yo uní la sorpresa de ver a la Virgen donde menos  esperaba encontrarla, al recuerdo de aquella promesa de la que hoy ya nadie tiene noticia. Y para que no se pierda la historia, si así os place, os la voy a contar.

  La promesa

 Era allá por el año de gracia de 1.933. ¿Quién tiene memoria de aquellos años de la república en España, de quemas de iglesias y conventos, de expulsión de los Jesuitas... y, en Alemania, de Hitler subiendo al poder? Pues bien, por aquellas fechas tan contrarias a las cosas de Dios, la tía Margarita (para nosotros la tía Margot) pidió no sé qué favores a la Virgen Milagrosa y Nuestra Señora no tuvo más remedio que concedérselos. Bien, perdón, ya sé que digo una barbaridad, o, por lo menos, una temeridad. Pero es que a la tía Margot supongo que era difícil negarle nada, al menos hablando en lenguaje terrenal: le vivieron diez de sus doce hijos, nunca la vimos con gesto agrio, daba bombones a todo el que se le acercara y se moría de risa leyendo “La Codorniz”, que era – lo digo para los más jóvenes – una revista de un humor muy moderno para aquella época, que sólo le hacía gracia a los hijos y sobrinos de las personas mayores, pero no a los de aquella generación. La tía Margot, estupenda tía Margot: religiosa, alegre, y, como se verá, agradecida.

Sí, porque algo le concedió la Virgen y ella le correspondió con una promesa: que regalaría una imagen de “la Milagrosa” a la parroquia de San Simón de Lira para que fuera puesta en la iglesia parroquial con todos los honores que Ella se merece. Y aquí es donde entran los otros tres que figuran en la dedicatoria: su marido el tío Mauro, mi padre Mario y mi madre Itha.

La preparación 

 Había trabajo para todos: aquello tenía que ir acompañado de una fiesta popular por todo lo alto, más el triduo, Misa solemne, procesión... Y como esas cocas se preparan con tiempo o no salen ni bien ni mal, mis padres, como vivíamos en Lira por aquel tiempo, tomaron la dirección del proyecto, y pusieron manos a la obra. Y los dos hijos mayores colaboramos o, por lo menos, nos lo creíamos así.

No fue fácil. Tenía que haber Misa cantada, y no había coro. Mi madre, una pianista de no mala hechura, podía organizar ensayos con el piano como apoyatura. El piano estaba todavía embalado en Vigo, después del reciente traslado desde Lugo, último destino de mi padre. Se trajo el piano. Pero aquel armatoste, un estupendo Maristany comprado en Melilla, no era propio para la liturgia. Fue el piano en el que luego estudiamos todos los hermanos, pero no era lo indicado para una misa solemne. Se buscó un organito, un “expresivo” de aquellos de pedales, que se encontró en no sé qué aldea del contorno. Y lo montaron en un carro de bueyes porque los caminos no eran, por entonces, nada aptos para la motorización. Entre tanto los ensayos continuaban con el piano y no parecían ir mal, según la directora del coro, madre de un servidor de ustedes, que no solía mentir en estas materias. Ni en otras, caramba, no se vayan a creer otra cosa.

Pero para llegar a tal cumbre del arte de Euterpe se habían realizado varias operaciones previas, a saber: rebusca-selección de cantores y obtención de “partituras”. Lo reseñado en primer lugar se solucionó con el grupo de jornaleros habituales más alguna de sus amigas de la “localidad”. Y todos felices con aquellas veladas gratis, con algún modesto refrigerio y la compañía de las bellas del lugar. No olvidemos que a Lira no había llegado todavía la electricidad, no había cine, ni radio, ni tele...

Y las “partituras”. Las partituras no eran tales ni falta que hacía, que aquellas gentes no habían visto un pentagrama ni una semicorchea en su vida. Pero tenían buen oído y ganas de hacerlo bien, que era lo importante. Así que como se trataba de cantar unos motetes a la Virgen, una salve y...¡Horror! ¡El día de la Fiesta Grande iría precedido de un triduo con Exposición del Santísimo! ¡Tres días! Y teníamos que cantar el “Tantum ergo” en latín. Teníamos, digo, porque Mario y yo también engrosamos el coro. Y no sólo eso, sino que en aquella época en que no había fotocopiadoras, mi madre, Mario y yo, hicimos las copias. Me gustaría ver hoy alguna de las que yo hice, con nueve años y en una lengua muerta. Como se ve allí manejábamos tres idiomas con una soltura que ya quisiera cualquier lingüista de pro: gallego, castellano y latín.

¿Se creerán Vds. que con ésto ya estaba todo en marcha? Pues no lo crean. De la iglesia se hizo una limpieza y pintura que no la recordaban ni los Troncoso de Lira y Sotomayor. Todo ello bajo la dirección de D. Mario, mi padre, al que esto de prever, organizar y otras muchas cosas, se le daba muy bien. Ya hemos dicho que no teníamos luz eléctrica, pero D. Mario localizó todo aquello que sobresalía dentro de la iglesia (en los altares, en los muros interiores, en los confesionarios) y fue midiendo el largo y el fondo de cada saliente y anotándolo todo en un cuadernito. Nosotros, Mario y yo, en intrigada espera, ayudábamos a tomar medidas. ¿Para qué, todo aquello? Luego, mi padre, buen ebanista aficionado, hizo unas piezas de madera, las pintó de azul celeste y oro, las semitaladró para que encajaran las velas y llenó de luces la parroquia desde el techo hasta casi el suelo. ¡Qué maravilla! Si lo llegan  a ver los Traba, San Rosendo o aquellos Lira del siglo XIII, hubieran salido gritando: “¡Favor, fuego, fuego! ¡Acudid mis vasallos, que se quema la casa de Dios!”. Pero no hubo tal cosa. Lo que si es cierto es que se necesitó una brigada de enciende-velas voluntarios, aspirantes a sacristanes, para encender todo aquello unos minutos antes de empezar los actos religiosos. ¿Cuántas velas se consumieron en la Gran fiesta de la Virgen? Porque aun hubo más: se trajeron desde Vigo no sé cuántos cajones con farolillos de papel, de colorines, de esos que vienen plegados en forma de acordeón, unos cilíndricos y otros esféricos, para llenar con ellos los espacios dónde habría baile y dónde se colocarían los carros con las viandas, el vino, el imprescindible pan de maíz,  las golosinas, ¡yo qué sé! ¡Más velas...!

Y aun faltaba la publicidad. Veréis: en toda aquella comarca durante todos los domingos del verano se celebran fiestas, casi siempre en honor de la Virgen. No se pisan la clientela unas a otras, sino que siguen el siguiente plan: una costumbre ancestral señala que la fiesta del Carmen, por ejemplo, se celebra anualmente en el día que le corresponde, el 16 de julio, en San Mateo de Oliveira. Las demás parroquias lo harán domingos anteriores o siguientes según un orden que todo el mundo más o menos recuerda. Pero conviene refrescarlo a los desmemoriados, dejando claramente expuesto, además, si se está organizando algo de imperecedera memoria o una fiestecilla de tres al cuarto. Y para ello nada mejor que los “fojetes”. No, no se trata de pasquines, ni octavillas, ni anuncios por radio o prensa, que allí ni se puede oír la radio (aun no se ha inventado el transistor) ni nadie lee un periódico bajo ningún pretexto. El “fojete” lo dice todo: cuándo, dónde y cómo. Pero para entenderlo hay que explicar lo que yo llamo “La teoría del Buen Fojeteiro”. Es sencilla, no se me asusten:

El fojete es lo que en castellano llamamos cohete. ¡Ah! ¿Qué ya saben de qué va el rollo? Pues, no. Miren: los fojetes se dividen en varias categorías que resumiendo reduciremos a cuatro: el fojete pequeno, las retretas, las bombas de tres estralos y las bombas de palenque. ¿Sabían esto? No, si ya les decía yo... El buen fojeteiro comienza por unos de los pequenos a las doce en punto del mediodía de la víspera. Hombre, se puede repetir a las seis de la tarde, si se pretende impresionar al personal, pero eso compromete  mucho. El campesino que oye los fojetes pequenos, sabe que son de aviso y se apresta a contar, tomar nota y fijar el punto de emisión. Y no falla: por el ruidito localiza la estela de subida y la pequeña nubecita que se ve a,  por ejemplo, 15 kilómetros. Y va y dice: “Es en San Agustín de Forneiro”, pongo por caso. Y se queda de muestra como un perro de caza para contar y transmitir los datos al vecindario.

 

  Y yo le digo:

-        Oye, “Carpizo” ¿No es en San Vicente de Lumia?

-        No. Forneiro.

  Y acierta.               

  Luego vienen las retretas, que son como cinco cohetes de los pequenos rematados por uno semifuerte. Son tres series por cohete, algo así como: ¡ta-rra-ta-ta-plás!¡bum! Todo  muy seguido. ¿Se hacen cargo? Tres veces por cohete. Y muy seguidos. A continuación se lanzan los de tres estralos, (o tres estallidos) cuando no se mezclan con las retretas, lo que dificultaría así la contabilidad del “Carpizo”. Y por fin, para terminar, se lanzan las potentes, las poderosas bombas de palenque, que han de ser, por lo menos, tres.

-Y ¿ por qué no cuatro?

- Es el reglamento. Yo qué sé.

Los palenques suben alto, alto, y hacen retumbar el valle, los bosques, los cristales de las ventanas, y que aquí, como dentro del estómago, retumban un poco también.

Todos los días de la semana previa el carro de bueyes traía  la enorme carga de cohetes atados, con mimbres, en gruesos y pesados mazos. ¡Qué dispendio! D. Mario y D. Mauro se lucieron bien. A las doce y a las seis de la tarde el cielo se cubría de nubecillas blancas y crecía la expectación en todo el valle. No sólo la víspera: toda la semana.

Todo esto de los fojetes es muy importante, porque por su cuantía se deducen muchas cosas. Por ejemplo, si va a haber un grupo de gaiteros o “la competencia”.  ¿Saben lo que es ésto? Pues verán: la contratación de “los gaiteros” supone, en realidad, la de un grupo de un solo gaitero y un tambor, a los que en esta zona se les agregaron dos elementos espurios: un clarinete (que por aquí llaman requinto) y el bombo. Cuando dicen que el domingo hay que ir a la fiesta de Fornelos, si le preguntas

-Y ¿por qué a Fornelos? – puede ser que te contesten:

-Porque va a haber la competencia.

La tal competencia consiste en que en lugar de un grupo, como es habitual, van a contratar a dos. Los dos grupos tocarán alternativamente en un empeño por superar al contrincante, y ganará el que más aplauso coseche. Y este duelo debe ser reflejado en la cantidad y calidad de los fojetes. ¿Comprenden su importancia?

Bueno, ya saben que la gaita gallega, de origen celta, es parecida a la asturiana y a la escocesa, pero menos aparatosa que ésta. 

La fiesta religiosa

La víspera de la fiesta empezaron a llegar los coches de Vigo presididos por el gran Hudson, matrícula PO-1.036, conducido por Andrés -  el chofer del abuelo Ramón -  con éste, con Tucho y con la tía Carmiña. Y, a continuación, la tira de coches que llenaron la era: el tío Mauro Alonso con la tía Margot, Maurito, Margarita, Pepe, y, quizá algún hijo más,; el hermano del tío Mauro, Salvador, con su mujer, Caridad y su hija Carucha – la prima y amiga de mi prima Margarita -  y qué sé yo cuantos más que llenaron la casa y los contornos. Y después de la cena ¿dónde se metió aquella gente? Supongo que se irían a Vigo para volver al día siguiente, no sin charlar y charlar animadamente hasta altas horas de la madrugada. Que ésto lo sé muy bien, porque a las dos de la noche me despertó la cháchara interminable de los invitados, encendí la luz (teníamos un grupo electrógeno que llamábamos “el motor”) y, a su resplandor, acudió Lelé, la niñera de mi hermano Alfonso, que me trajo un vaso de agua que le pedí y avisó a mi madre. ¡Que horror! ¡Había bebido agua y tenía que comulgar! Porque entonces el ayuno debía ser total desde las doce de la noche. Pero una madre lo soluciona todo (bueno, casi todo, claro). Estaba en casa y dormiría en ella, el fraile franciscano que venía para predicar durante el triduo y la misa y mi madre volvió con él y me explicó que debido a mis pocos años y mi inocencia, quedaba dispensado de la trasgresión y podría comulgar. Doy fe de ello. De donde se demuestra que antes de que el Papa Pío XII modificara la ley del ayuno eucarístico, en el pazo de Lira hubo una dispensa especial que  permitió cumplir como buen cristiano, en la fiesta de la Virgen Milagrosa, a un pequeño infractor del Código de Derecho Canónico.

Después vino la fiesta religiosa. La misa cantada, la procesión...Por cierto: recuerdo haber visto hace muchos años una película de aquellas de 8 mm. que tenían en La Concepción, es decir, en casa de los Alonso Gil, probablemente filmada por Maurito, que ya era un chico mayorzote. Recogía la procesión, para la que mi padre había hecho unas andas para la Virgen, también  en celeste y oro, y otras escenas de la reunión familiar y la fiesta. Quizá la tenga aun Eloisa o Quintín. Sería estupendo pasarla a vídeo y conservarla.

La fiesta pagana

No la voy describir porque a mis 8, o tal vez 9 años, el baile no constituía una de mis atracciones habituales. Recuerdo la masa ingente de campesinos, la polvareda que levantaban, el templete ocupado nada menos que por la muy famosa Banda de Música de Puenteareas, y, situados convenientemente, varios grupos de gaiteros. Me acuerdo de los nombre de dos de ellos porque seguí viéndolos muchos años: eran los Verga, unos hermanos canteros que levantaron varios muros en la finca; y el acreditado gaitero Soutullo, quizá pariente del autor de zarzuelas del mismo apellido -  zarzuelas tales como “La leyenda del beso” -  que era nacido en la vecina Puentearéas.

El triste final

Después, ya muy de noche, los coches se fueron despidiendo y los vimos subir por la Carrera del Coche - como llamábamos a la entrada de la finca -, cerrando la marcha el Hudson del abuelo. En la era, despidiendo aquellas luces rojas que se iban, quedábamos los Quintas formando una pequeño grupo, moviendo las manos en alto y recuperando lo que siempre ofrecía Lira a todos los que tuvimos la dicha de andar allí:  el silencio, la paz de dentro y de fuera de cada uno, la felicidad de una vida llena, la soledad, y, en el alto cielo, las estrellas.

Al día siguiente, para nosotros, los niños, volvería la rutina de un verano en el campo después de tanto ajetreo. Hasta que mi hermano Mario, el de las grandes ideas, me propuso:

-Oye, Luis ¿Y si construyéramos un carromato?

Y así fue como empezamos a proyectar y construir aquel extraño artilugio.

Ésta fue la pequeña historia que me hizo recordar “La Visita” que me envió nuestra prima lejana, Magdalena; lejana por doble motivo: porque es, como nosotros, una Sotomayor como descendiente que es de los Troncoso de Lira y Sotomayor, que habitaron y construyeron el pazo de Lira; y nosotros lo somos como descendientes de D. Pedro Álvarez de Sotomayor (conde de Camiña y vizconde de Tuy), a  través de su hija Dª  María Sánchez de Benavides y Sotomayor, que casó en segundas nupcias hacia mil cuatrocientos setenta y tantos, con el hidalgo portugués D. Juan de Sequeiros, de cuyos descendientes brotaron los condes de Priegue. Y ese, Sequeiros, fue el segundo apellido que llevó mi madre.

 La prima Magdalena  Pintos López y Millán de Wilkinson, que se dice, porque lo es, una española nacida en Argentina y residente en Australia, poeta, nostálgica y encantadora prima lejana.

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