Chispas de Mi Memoria
de José Carlos Gil Curbera

Voy a contaros unos cuantos recuerdos que se refieren al pazo de Lira. Pero han pasado tantos años, que están como desdibujados y envueltos en niebla. Por eso yo diría que son simples chispas de mi memoria. Sin embargo, aún alumbran lo suficiente como para que podamos ver a su luz.

En los primeros años después de la Guerra Civil (tendría yo unos once o doce años), pasé dos o tres veranos en Lira con mis tíos Itha y Mario y mis primos Mario, Luis, María del Carmen (aún no la llamábamos Maúxa) y Alfonso. Alfonso y yo, de la misma edad, éramos uña y carne e incansables en nuestros juegos, tanto en Vigo como en Lira durante los veranos.

Las primeras chispas que saltan ante mí no se refieren a la casa, ni a la finca, ni a sus alrededores o a los lejanos paisajes, sino a los habitantes del pazo y a nuestros juegos en aquellos meses. En la primera se ilumina la figura de mi tío Mario. Viste una chaqueta de pijama (como solía, por el calor), lleva un cigarro entre los dedos y porta un bastón o una fina vara, con la que desmenuza algún terrón del campo. Porque está en un campo, en el de la carrera del coche, un campo de patatas. Lo veo con los jornaleros, en un descanso del trabajo, ofreciéndoles un cigarro de su petaca. El tío Mario habla con los hombres.

Salta otra chispa y veo a la tía Itha, sirviendo los platos soperos en la mesa del comedor a cuantos vamos a comer. Y la veo también en el cuartito de estar, junto al comedor, sentada en una mecedora, leyendo un libro de la Colección Austral.

Ahora es por la noche. Nos hemos acostado ya Alfonso y yo y viene Luis a nuestro cuarto (creo que es el de la reja grande) a contarnos una novela policíaca. Recuerdo particularmente una ("El sábado morirás") que nos tenía en total suspensión. Se trataba del malvado hermano gemelo de un lord inglés y pertenecía a la Biblioteca Oro.

También surgen recuerdos relacionados con la torre del pazo. En las tardes lluviosas, Alfonso y yo jugábamos a que estábamos en un castillo que había sido asediado por un ejército enemigo. Nosotros disparábamos desde arriba. Los enemigos eran los cientos y cientos de plantas de maíz del campo de la poza pequeña, el que está, o estaba, delante de la puerta de la bodega. Y era un numeroso ejército.

Otras veces jugábamos a los pobres, y entonces Maúxa se unía a nuestro juego. Nos echábamos por encima no sé qué trapos o ropas viejas y pedíamos limosna. Maúxa era la madre y yo el niño. Alfonso sería el que nos daba la limosna.

Recuerdo que fue en uno de aquellos veranos cuando yo me levanté sonámbulo dos noches, me desperté de pie en medio de la oscuridad y me las vi y me las deseé para orientarme de nuevo y poder volver a mi cama. Por cierto que mi cama era una cuna grandecita que había en aquella habitación.

Otras veces Alfonso y yo íbamos al bosque, poblado de altísimos eucaliptus. Tirábamos de las cortezas de aquellos árboles y con ellas nos hacíamos unos espléndidos correajes militares. Después nos hacíamos un sable y desfilábamos fingiendo que éramos soldados.

Hicimos también una cabaña y subíamos también hasta la ermita, desde donde contemplábamos el hermoso paisaje.

Mario y Luis eran los mayores, y Alfonso y yo los espiábamos en un juego más: el juego de los espías. Pero lo hacíamos tan rematadamente mal, que ellos se daban cuenta, se escabullían de nuestra vista, y cuando menos lo esperábamos, aparecían a nuestras espaldas y nos gritaban: ¡Eh, que estamos aquí! Nos quedábamos chasqueados.

En fin, espero que mis recuerdos os hayan entrtetenido un rato y que sirvan para que algún niño de los de hoy, tan acostumbrados a aburrirse y tan necesitados de juguetes caros y complicados, caiga en la cuenta de que para jugar no hacen falta costosos juguetes; basta con un poco de imaginación y fantasía. Y que nadie tenga la menor duda de que nos divertíamos enormemente y no necesitábamos juguetes de ninguna clase, que algunas veces el burro fue nuestro juguete.

 

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