En los primeros años después de
la Guerra Civil (tendría yo unos once o doce años), pasé dos o tres
veranos en Lira con mis tíos Itha y Mario y mis primos
Mario, Luis, María del Carmen (aún no la llamábamos Maúxa) y Alfonso.
Alfonso y yo, de la misma edad, éramos uña y carne e incansables en
nuestros juegos, tanto en Vigo como en Lira durante los veranos.
Las primeras chispas que saltan ante mí no se refieren a la casa, ni
a la finca, ni a sus alrededores o a los lejanos paisajes, sino a los
habitantes del pazo y a nuestros juegos en aquellos meses. En la
primera se ilumina la figura de mi tío Mario. Viste una chaqueta de
pijama (como solía, por el calor), lleva un cigarro entre los dedos y
porta un bastón o una fina vara, con la que desmenuza algún terrón
del campo. Porque está en un campo, en el de la carrera del coche, un
campo de patatas. Lo veo con los jornaleros, en un descanso del
trabajo, ofreciéndoles un cigarro de su petaca. El tío Mario habla
con los hombres.
Salta otra chispa y veo a la tía Itha, sirviendo los platos soperos
en la mesa del comedor a cuantos vamos a comer. Y la veo también en
el cuartito de estar, junto al comedor, sentada en una
mecedora, leyendo un libro de la Colección Austral.
Ahora es por la noche. Nos hemos acostado ya Alfonso y yo y viene
Luis a nuestro cuarto (creo que es el de la reja grande) a contarnos
una novela policíaca. Recuerdo particularmente una ("El sábado
morirás") que nos tenía en total suspensión. Se trataba del malvado
hermano gemelo de un lord inglés y pertenecía a la Biblioteca Oro.
También surgen recuerdos relacionados con la torre del pazo. En las
tardes lluviosas, Alfonso y yo jugábamos a que estábamos en un
castillo que había sido asediado por un ejército enemigo. Nosotros
disparábamos desde arriba. Los enemigos eran los cientos y cientos
de plantas de maíz del campo de la poza pequeña, el que está, o
estaba, delante de la puerta de la bodega. Y era un numeroso ejército.
Otras veces jugábamos a los pobres, y entonces Maúxa se unía a
nuestro juego. Nos echábamos por encima no sé qué trapos o ropas
viejas y pedíamos limosna. Maúxa era la madre y yo el niño. Alfonso
sería el que nos daba la limosna.
Recuerdo que fue en uno de aquellos veranos cuando yo me levanté
sonámbulo dos noches, me desperté de pie en medio de la oscuridad y
me las vi y me las deseé para orientarme de nuevo y poder volver a
mi cama. Por cierto que mi cama era una cuna grandecita que había en
aquella habitación.
Otras veces Alfonso y yo íbamos al bosque, poblado de altísimos
eucaliptus. Tirábamos de las cortezas de aquellos árboles y con
ellas nos hacíamos unos espléndidos correajes militares. Después nos
hacíamos un sable y desfilábamos fingiendo que éramos soldados.
Hicimos también una cabaña y subíamos también hasta la ermita, desde
donde contemplábamos el hermoso paisaje.
Mario y Luis eran los mayores, y Alfonso y yo los espiábamos en un
juego más: el juego de los espías. Pero lo hacíamos tan
rematadamente mal, que ellos se daban cuenta, se escabullían de
nuestra vista, y cuando menos lo esperábamos, aparecían a nuestras
espaldas y nos gritaban: ¡Eh, que estamos aquí! Nos quedábamos
chasqueados.
En fin, espero que mis recuerdos os hayan entrtetenido un rato y que
sirvan para que algún niño de los de hoy, tan acostumbrados a
aburrirse y tan necesitados de juguetes caros y complicados, caiga en
la cuenta de que para jugar no hacen falta costosos juguetes; basta
con un poco de imaginación y fantasía. Y que nadie tenga la menor
duda de que nos divertíamos enormemente y no necesitábamos juguetes
de ninguna clase, que algunas veces el burro fue nuestro juguete.