Las Comidas

LAS COMIDAS EN EL PAZO

En casa, la ceremonia de comer era... casi un rito. Iba a decir que una liturgia, pero dejándolo en rito, ya me parece un poco exagerado. Por otra parte supongo que en muchas familias habría un parecido ritual, porque lo que cuento de Lira también ocurría en mi casa en Vigo y en algunas  otras de mis amigos. Bueno, más o menos...

Mira, suponte que estábamos en Lira jugando bajo las moreras, por ejemplo,  y de pronto se oía...

--¡Señoritos! ¡A comer!

Era Lelé, como casi siempre. Lelé siempre estaba cerca de los dos pequeños, Alfonso y Mauxa. Le habrían avisado por la ventana del comedor, la que da al jardín, de que la sopa estaba en la mesa o, más bien,  camino de ella. Y la chica llamaba a todos. Bueno, si los dos mayores andábamos por la poza, pongo por caso, Lelé tenía que elevar la voz y gritar : ¡Señoritos...!  En realidad, como señoritos, los dos  mayores éramos una birria, de modo que ya te puedes imaginar lo que eran los pequeños.

Y era entonces cuando empezaba el rito, es decir, el conjunto de reglas establecidas para una ceremonia. Porque en mi casa, insisto, comer era una ceremonia. Claro que estas cosas venían de antiguo, pues no hay nadie con imaginación suficiente para planificar él sólito todo aquel sistema. Ni siquiera mi padre, ya ves. Son cuestiones de herencia, casi siempre.

Mira, mi tatarabuelo era militar del Ejército de Tierra, como mi padre, como yo, como mis hijos. Pero mi bisabuelo y mi abuelo eran de la Marina de Guerra. El primero, mi bisabuelo José, ingresó en la Marina a los 18 años, y murió de Capitán de Navío al mando de la fragata “Blanca” en 1.878, con 33 años de servicio a sus espaldas. Mi abuelo, que también era José, murió de Contralmirante tras 43 años de servir a España. De modo que entre los dos legaron a mi padre la friolera de 76 años de servicio, poniéndose la chupa para cenar todas las noches de esos tres cuartos de siglo. Así, como te lo digo. No me negarás que este modo de actuar siempre imprime carácter. De los de Tierra no te hablo porque en maniobras o en campaña es gente que cena como puede, en mesas sin mantel y con sillas de tijera cuando hay mucha suerte; o en el suelo y con el plato sobre unas piedras, cuando las cosas van algo peor, que es lo normal en ese tipo de situaciones. Es decir: comíamos como el obrero menos cualificado, y gracias si se comía. Así, que de chupa, los del Ejército de Tierra, nada. La chupa y todo lo que ello supone, que es...¿qué no sabes en qué consiste la chupa? Pues la chaquetita esa, cortita, como las que llevan los toreros. Bueno, igual, no: sin bordados y de color azul marino... Al principio, que debió ser por el siglo XVIII, era una prenda de cuerpo ajustado hasta la  cintura, desde donde caían unas faldillas  hasta medio muslo, “perdonando la manera de señalar”. Así debía ser la que llevaba el bisabuelo José; pero la del abuelo sería, creo yo, como las de ahora: sin faldillas, como los toreros pero con un piquito por detrás, abierta por delante y enseñando un fajín estrecho y rojo. Era el uniforme de media etiqueta que los marinos usan para ciertos actos sociales y para cenar a bordo. Todos los días. Por eso te decía yo que esa costumbre, a la larga, tiene que imprimir carácter. Y vaya si lo imprimió.

Contaba mi padre (y yo lo escribí en aquellas semblanzas que puse a continuación de la “Genealogía de los Quintas”) que cuando falleció su madre y quedaron todos los hermanos un tanto faltos de la ternura materna, apareció la inefable tía María, hermana del abuelo, que supo consagrarse a sus sobrinos en aquella casa más llena de ausencias de un padre marino, que de presencias de las dulzuras de una madre. Pues bien, en aquella casa, cuando los chicos se fueron haciendo mayores, la tía María esperaba en el gabinete, a la hora de cenar, a que uno de los sobrinos viniera a conducirla del brazo al comedor. Allí todos esperaban en pie alrededor de la mesa a que ella tomara asiento para sentarse los demás a continuación. Y cuando mi padre ingresó en la Academia de Infantería, este honor le correspondía a él, y precisamente vestido de uniforme de cadete. Era algo así como ponerse una  chupa de color caqui para cenar.

Pues bien, volviendo a Lira y como te decía, a la voz de ¡a comer! salíamos pitando a comenzar el ritual. Primero, a lavarnos las manos (y algo más si preciso fuera), darnos un golpe de peine y recomponer la figura y el aspecto general hasta quedar en estado de revista, como los soldados bien adiestrados. Luego, los chicos teníamos que ponernos las chaquetas que usábamos para estos menesteres (que era nuestra chupa), porque no era muy digno de caballeros sentarse a la mesa con las mangas cortas o remangados, aunque estuviéramos en verano y en el campo. Las mujeres, naturalmente, no entraban en este juego, que ellas tienen este privilegio concedido, incluso, por la sociedad más refinada. Y cuanto más refinada, menos mangas, que hasta pueden desaparecer del todo junto con el canesú. Y sin que nadie tuerza el gesto. No es justo, no es justo. Y todos, de aquesta guisa, al pié de su silla esperando la llegada de nuestros padres y de que se sentasen por el orden establecido: primero mamá; luego, papá; después, el resto de la chusma, que éramos nosotros. Y ya sentados no era extraño que sonaran unos golpecitos leves dados por mi padre sobre la mesa con el mango del cuchillo cogido verticalmente: era señal de que algo iba mal. Mi padre no miraba a nadie; simplemente daba golpecitos, de dos en dos; éramos nosotros los que, cada uno, tenía que descubrir su fallo: que si la silla estaba demasiado separada de la mesa, que si el cuerpo no estaba bien erguido, que si los brazos no apoyaban en el borde de la mesa y precisamente por la primera mitad del antebrazo... Y cesaban los golpecitos cuando cesaba el error cometido. Luego empezaba la comida propiamente dicha: mal manejo o mal  uso de los cubiertos...Golpecitos. Accionar con el tenedor en la mano...Golpecitos. Buscar con el cuerpo y con la boca la cuchara, en lugar de que la cuchara subiese hasta la boca...Golpecitos. No limpiarse los labios  antes de beber...Golpecitos. Coger el vaso de agua con más dedos de los convenientes...Golpecitos. ¿Para qué seguir? Golpecitos, golpecitos, golpecitos, hasta que fuimos aprendiendo “el manual para comer bien en sociedad”. Que si no está escrito, merecería estarlo. Y que no se te ocurriera decir “esto no me gusta”, porque te quedarías con el plato delante sin probar otra cosa hasta que te lo zamparas. Eso sí, sin un grito, sin una palabra más alta que otra. Y con mamá allí, suavizando tensiones si las veía venir.

Sin embargo no creas que todo aquello nos coartaba, nos aburría o nos parecía que estábamos metidos en un régimen dictatorial. Mi padre nos dirigía una media sonrisa alentadora  cada vez que desaparecía una falta. Y charlábamos y nuestros padres contaban anécdotas y cosas de su pasado, e íbamos metiéndonos en las tradiciones familiares y en las cosas de cada día casi sin darnos cuenta. Pero, sobre todo, se iban creando esos lazos entre unos y otros que ya nadie pudo romper nunca. Téngase en cuenta, además, que aun no había aparecido ese nefasto aparato llamado televisión, que es el invento del que se ha valido el demonio para casi anular la comunicación familiar y, con ella, la unión entre esposos, hijos y hermanos. Nosotros, en el comedor, entre la comida y la sobremesa, sin televisión, lo pasábamos bomba. Palabra.

Naturalmente que todo esto no podía durar toda la vida. Mis dos hermanos pequeños, Maúxa y Alfonso, poco o nada conocieron de estas maneras. Aquello se fue mitigando no por relajación de la disciplina, sino porque por una parte nuestro aprendizaje debió alcanzar un cierto nivel más o menos satisfactorio, y por otra nuestro padre empezó a llegar cansado a las horas de comer y cenar. Eran los años que van pesando, y, sobre todo, su constante no parar en la finca: lo dirigía todo, lo presenciaba todo y planeaba nuevas mejoras constantemente. Era célebre su estampa de hombre espigado, calvo, con un bastón en la mano que empleaba para todo menos para apoyarse en él. Porque D. Mario siempre estaba allí, dónde y cuándo hacía falta, y todos los campesinos, al pasar, lo saludaban con afecto y con respeto. Por ejemplo cuando vigilaba en algún campo cercano a un camino por donde pasara Constante “do Pitangas”, éste pintoresco campesino le dirigía un saludo y una pregunta. Siempre. Nosotros le apodábamos “Demodoemaneira”, porque iniciaba sus pregunta con esta muletilla. Y siempre preguntaba lo evidente. Si estaban arando un campo, gritaba desde el camino:

--¡Boas tardes, meu comendante! ¿De modo e maneira que andan a arar os campos?

Porque mi padre fue llamado siempre mi comandante hasta que murió de coronel.

Mi hermano Mario y yo cuando lo veíamos venir, ya decíamos la frase entera antes de que él la pronunciase. Tenía una boina única en su género: de color verdoso-azulado de tanto sulfatar y azufrar las parras con ella puesta, “de modo y manera” que, a fuerza de capas y capas de sulfato y azufre, había adquirido aquel color tan singular y mayor consistencia que si estuviera almidonada. Le había dado una forma peculiar, como si fuera la visera de un tejado a dos vertientes. Y así se quedaba, sin deformarse cuando la dejaba caer sobre una mesa.

--¡Boos días, meu comendante! ¿De modo e maneira que andan a vendimiar as viñas?

--Pues sí, señor Constante, estamos vendimiando.

--Para facer lo viño, ¿non é?

--Sí, señor Constante, para hacer el vino, así es. Ya se lo daremos a probar...

Pasados los año vi un día acercarse a mi hermana Maúxa. Había dejado a D. Mario en el campo luciendo su calva al sol y agarrado, como siempre, a su inútil pero imprescindible bastón. Maúxa venía riendo.

--¿Qué te pasa, Mauxiña?

--Que me he encontrado a Martina (le asigno un nombre supuesto porque ya el Señor la tiene en su Gloria, que bien que lo había merecido, y aun quedan muchos descendientes suyos por aquellas tierras)...Pues que me he encontrado a Martina y me ha dicho muy seria: “Señorita Mª del Carmen, hay que ver cómo está su padre allá arriba y lo que aguanta: cayéndole el sol como pajaritos por la cabeza, y él allí todo perene

Y así era en verdad y por eso llegaba cansado al comedor y se sentaba  sin esperar a nadie rompiendo de tal modo el primer rito de la comida. Porque se pasaba el día cayéndole el sol como pajaritos por la cabeza y él -- como si nada ocurriera, sin hacer caso a los pájaros -- estaba allí, donde y cuando hacía falta, de pie, perennemente activo y con su bastón inútil en la mano. O, dicho en frase más atinada y escueta:  y D. Mario allí, todo perene.

Bendita seas, Martina, y que Dios os guarde, que mucho os quisimos a ti y a los tuyos en vida y mucho os recordamos ahora, cuando vemos el hueco que dejasteis en aquella hermosa casa junto a la carretera que serpentea entre Puentearéas y  Las Nieves.

 

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