Marcelina

Joven, alta, delgada, guapa, más derecha que una vela, con su eterno pañuelo negro a la cabeza, Marcelina era una jornalera que trabajaba en la casa, en el campo o donde la pusieran. Valía para todo. Vino con los primeros jornaleros que contrató (o más bien apalabró) mi padre recién llegado a su nuevo oficio de campesino acomodado, cuando se empeñó en la tarea de transformar aquel bosque de maleza y rocas en una finca ejemplar. La joven fue testigo de nuestro crecer, de nuestros juegos y de nuestro jugar a ser jornaleros arreglando el jardín, para que nuestro padre nos pagara un real diario por nuestro trabajo de unos minutos. Y presenció la llegada de Manoliño, que ahora vive en la casa blasonada que fue del "Loureiro".  

Manoliño era un crío cuando vino a echar una mano con el ganado y de paso a ganarse unas perras. Manoliño creció en la finca. Quiero decir que fue cumpliendo años y años, porque crecer, crecer, lo que se dice crecer, en estatura creció más bien poco. Por eso, tan mayor como se nos ha hecho, sigue siendo Manoliño, el hombre de confianza de mis padres, el que hace un pozo, instala su bomba, monta la instalación del agua, poda, vendimia, cava las tierras y se casa con la más guapa y más buena de la aldea.    

¿Pero qué pasó con Marcelina? Pasó que le llegó su hora y se casó. Antes de eso era la más animada del grupo cuando se "desfollaba el millo". Ya sabéis: en la era un montonazo de maíz en el centro; a un lado, las mozas, cuantas más mejor; al otro, los mozos. Escogen una canción de la tierra con estribillo. Ojo, que el estribillo es muy importante, Y empiezan a cantar todos a una, dos o tres voces. De pronto uno de los bandos, después de cuchichear durante el estribillo, canta, ellos solos, una letra que acaba de componer uno de ellos. Son letras intencionadas, "metiéndose" con uno o una del otro grupo. Durante el estribillo el grupo aludido compone la réplica, la cuchichea y la cantan todos como si la hubieran ensayado con tiempo. Impresionante. Bueno, pues Marcelina en esto, como en todo, brillaba con luz propia. Hasta que se casó y la perdimos de vista. Yo fui a su boda, una boda discreta; la comida tuvo sólo siete platos, casi todos de carne: guisada, cocida, frita o no sé qué, que yo no entiendo de eso, pero siete, que contar sí que sé. Y no sé cuántos postres. Yo comí al lado del "Loureiro", quien de joven se había ido a Buenos Aires a "hacer las Américas", y había vuelto con aquel porte de gran señor, barba y bigote blancos, y un muy grueso reloj de bolsillo de plata profusamente labrada y repujada, al que se le daba cuerda con una llave de quita y pon guardada bajo la tapa trasera del propio reloj. Una joya para coleccionistas.    

Pasaron los años y me convertí de adolescente en abuelo, gracias sean dadas a Dios, nuestro Señor, que diría "Loureiro", descubriéndose.

Y un buen día, cuando mi hija Elena y su marido Rafa caminaban por una calle de Puenteareas, una anciana que iba delante de ellos, alta, delgada y más derecha que una vela, se encaró con mi hija y le preguntó:

 - Y Vd., señorita, ¿cómo es que habla así, que esa "fala" sólo la tienen los de la quinta de D. Mario?


Elena con sus dos Rafas en la plaza de Brunete.

 - Es que yo - contestó Elena - yo soy nieta de D. Mario.    

Habían transcurrido unos 50 años desde que nuestra Marcelina había dejado de venir por la "Quinta", pero aún tenía dentro de sí el son de aquella "fala". 

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