...de un arbolito

Historia De Un Arbolito. 

 “¡JAUPA! ¡PAPOUNO!” Y UNAS LÁGRIMAS DE CHEVA.

D. Mario (ya sabéis: mi padre) tenía que haberle oído contar más de una vez a Itha, su mujer (es decir, mi madre, claro), aquello que conté en una de mis “pequeñas historias sin importancia” a la que puse por título “Las moreras”: que un buen día el abuelo Ramón mandó plantar dos moreras delante de la capilla y viendo que por allí jugaban dos de sus hijas, les dijo algo así como: “Mira, Itha, esta va a ser tu morera y esta otra la de Carmiña”. De esto hace cosa de un siglo, poco más o poco menos.

 

 D. Mario aprendió el cuento y muchos años después de aquello, algo así como treinta y tantos, mandó poner dos avellanos detrás de la capilla, y volviéndose a mi hermano Mario y a mi, nos dijo: “Este avellano va a ser el tuyo y este otro el de Luis”. No fue muy original ni en el lugar elegido, ni en la donación de la mercancía, pero así sucedió y así lo cuento para constancia en esta crónica familiar, en la que llevo empeñado algún tiempo. Aquellos avellanos que, como sucedió con las moreras,  eran dos palitos con unas hojitas verdes en un extremo y unos pelitos pardos en el otro, hoy constituyen un verdadero enjambre  de finos y muy altos troncos y tallos poblados de hojas que dan más sombra que avellanas. Al menos que avellanas llenas del fruto que se espera encontrar dentro, porque huecas, como dar, sí que dan. Y con suerte, aun puedes encontrar alguna maciza. No muchas...según el año en el que las recojas.

 

 Bien, todo esto está muy conforme con la verdad histórica, pero a mi hermana Maúxa no le satisfizo nada: ella también quería su arbolito. Mi otro hermano, Alfonso, no contaba: todavía no tenía ambiciones de este tipo ni de ningún otro fuera de jugar con su carretilla “Lolín”, como ya he dejado constancia de ello en otro lugar. Así que fue entonces... Pero debo aclarar un par de cosillas, antes de que se me tache de ser un cronista falsario, o, por lo menos, poco escrupuloso en los detalles de la presente historia:

 

 Por aquel entonces ni a D. Mario le llamaba yo D. Mario, ni a mi hermana la llamaba Maúxa. Eso fue cosa muy posterior. A D. Mario le llamaba papá, lo cual no es nada sorprendente, ni demostraba originalidad alguna, me parece a mí. Lo de D. Mario vino años después, cuando yo era un mozo crecidito y me cruzaba con él por la calle sin que se percatara de mi presencia. Iba tan absorto en sus pensamientos que yo, ahuecando la voz le saludaba:

 

 -Usted lo pase bien, D. Mario.

 

 Y él, tan correcto como era, se descubría y sombrero en mano contestaba:

 

 - ¡Adiós!  Muy buenas tardes tenga Vd.

 

 Era entonces cuando, por lo general (que no siempre), se daba cuenta, se volvía y nos reíamos de su despiste. Desde entonces le empecé a llamar D. Mario y así lo hice hasta que se nos fue. Lo curioso es que a mí me pasa lo mismo y quedo en mala posición ante muchos amigos que no comprenden la profundidad de mis pensamientos, cuando voy calle adelante, y lo absorbente de los mismos, cuando paso a su lado por la acera. Otros me llaman despistado, y puede que en esto tengan más razón que yo en aquello de la profundidad de mis ideas. Estas cosas de la herencia dicen que es por lo de los genes, y yo quisiera que me explicaran en qué gen se encuentra esto del despiste por ver si tiene remedio. ¿Os hablé alguna vez de la imposibilidad, casi patológica, que tenía D. Mario para retener nombres de personas o de pueblos? Bueno, pues yo también la tengo. No, si esto de los genes...

 

 Y a Maúxa le llamábamos Cheva, que era como ella, en su media lengua, quería decir fiera, como le llamaba mi padre en broma. Porque no lo era, pero a ella le gustó y decía que era la Cheva, la fiera. Pero de estas cosa creo que ya os hablé en otra historieta anterior. Años después le puse Maúxa, derivado de Maruxa, y no como se dice en esa página web que hizo mi hija María, en donde se explica que Maúxa se deriva de Maúxa, lo cual ha tenido que dejar perplejo a más de un lector.

 


Mª del Carmen ocho años más tarde, cuando ya era Maúxa y había dejado de ser Cheva

 

 Pues bien, Cheva quería también un arbolito, papá se lo prometió, y un buen día apareció otro palito con sus correspondientes hojitas verdes en una punta y los pelitos pardos en la otra. Siempre sucedía así. Pero ahora no se trataba de una morera ni de un  avellano. Esta vez era un níspero que fue colocado solemnemente delante del jardín, casi frente a la cancelita que le daba acceso, donde ella solía jugar. Era feliz. Se sentía importante. Pero, como se sabe de siempre, existen algunos seres incapaces de comprender la grandeza de las cosas pequeñas y en este caso ese ser odioso fue... ¿a  que no se lo imaginan? Pues fue una vaca. No podría decir si fue “la Rubia” (que nos pareció que sí)  o si fue “la Roxa”, pero una de las dos sería. De verdad que fue una vaca. No se sabe bien por qué, pero lo cierto es que pasó por allí y de un bocado se comió las hojitas verdes. Mi padre no quiso arrancar el palito, que quedó ileso, y poner otro en su lugar. Quería ver si rebrotaba. Nadie lo creía así pero los padres saben mucho más que nosotros de estas cuestiones (por eso son padres) y hoy, el tal arbolito, es un muy frondoso árbol donde se puede, a su sombra, preparar una barbacoa o resguardar algún coche del sol del verano

 

  Pero para nosotros, los mayores, tan poco sensibles a las pequeñas tragedias de la vida, aquello tenía más de comedia que de otra cosa. Y lo peor fue que por entonces Radio Vigo (E.A.J. 48, por más señas) emitía a menudo los muy célebres cuentos de “Joselín”, unas historietas en gallego popular, graciosas y divertidas, que reflejaban muy bien las costumbres, dichos y hechos de la gente sencilla del campo y del mar de Galicia. Una de ellas se refería a no sé qué tiburón que debía sufrir un hambre atroz, porque el relato repetía una y otra vez la frase: “E viño o tabairón e ¡jaupa! ¡papouno!”, que como todo el mundo sabe quiere decir que vino el tiburón y ¡jaupa! ¡se lo comió! Bueno, pues ya saben ustedes el resto: que aplicamos el cuento del tiburón a la catástrofe del níspero y comenzamos a imitar la voz cascada de los cuentos de Joselín y a decir, viniera  o no viniera a cuento, aquello de “viño o tabairón e ¡jaupa! ¡papouno!” con la variante de “viño a Rubia... e ¡papouno!”  

 

   Y lo que son las cosas: con la gracia que, para nosotros, tenía todo aquello, a mi hermana, a “Cheva”, no le hizo ninguna: estaba llorando. Y... eso, tampoco. A la pequeña “Cheva” no se le podía hacer tal faena. De modo que acabamos con el “¡jaupa!”, el tabairón y la Rubia, respetamos sus lágrimas, y nos dedicamos a otras cosas más constructivas.

 

 -¿Y a qué os dedicasteis ?

 -¿A qué? Pues a lo de siempre, a escaparnos de los hermanos pequeños corriendo a través de los campos de maíz para poder disfrutar a gusto las aventuras inesperadas y sorprendentes de todos aquellos monótonos días:

 

  - ¿Qué te parece, Luis?¿Nos vamos a casa de Joaquín, con la bici?

 

  Joaquín era el hermano de Lelé, tan conocida en estas historias, y Joaquín tenia una bici grande, de hombre, no como la nuestra, en la que Mario casi no me podía llevar sentado en la barra. No cabíamos.  ¡Pero aquella otra, la de Joaquín, esa sí que era una buena bici!

   

 

A María del Carmen, única hermana, para quien lo que aquí se cuenta quizá constituya uno de sus primeros recuerdos de infancia, y, tal vez, el primer gran disgusto de su vida. Que ya después, el paso por el mundo, nos va trayendo nuevos golpes, poquito a poco, aunque vengan, gracias a Dios, mezclados con tantos días felices.

           Tu hermano

                                                                                                Luis Felipe

 

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