Las Dos Moreras

Nota del Autor

Allá por el año 1.900 - poco más, poco menos - mi abuelo Ramón que daba una vuelta por la finca miró hacia la capilla del pazo y la vio desamparada y sola, con un entono descarnado y soso. Por entonces todavía no existía el jardín entre la casa y la capilla, que eso aun tardaría más de treinta años y lo haría mí padre con un albañil que se llamaba Salvador. El abuelo, lo que hizo, fue un jardincillo muy apañado delante de la capilla (cuyos restos llegué a conocer) y en él planto dos moreras, una a cada lado de la puerta. En realidad cuando las plantó no tenían ningún empaque. Eran dos palitos con unas hojas verdes en una punta y unos como pelitos marrones en la otra. Y como andaban por allí jugando y mirando dos de sus hijas pequeñas las llamó y les dijo:  

- Mirad, aquella morera va a ser la tuya y esta otra es para ti. 

Sus hijas eran, en versión mínima, lo que con los años llegarían a ser la tía Carmiña y su hermana ltha, mi madre. Y las moreras hicieron lo que ellas saben hacer: echar muchas ramas, muchas hojas, engordar y crecer. Como crecer, crecieron demasiado. Se hacía necesaria una poda que contuviera aquellas ansias de expansión desorbitada, pero mi madre sufría siempre viendo quitarle a un árbol las ramas que había criado. Le parecía que era como quitarle los hijos a una madre.    

Y naturalmente tuvo que ocurrir. Porque eran unos árboles enormes, frondosos, gigantescos, desproporcionadamente grandes para aquellos troncos que parecían asombrarse de lo que habían criado, aquellos cientos y cientos de ramas altas que dejaban caer en cascadas las hojas enormes hasta casi rozar el suelo.   ¡Qué frescor el de su sombra! ¡Qué obra tan maravillosa!

 Pero llegó el temporal de todos los años y una de las moreras no aguantó la fuerza de aquellos vientos: era demasiado velamen para un solo palo.  

Por aquellos tiempos moría la tía Camiña agotada también por el peso de su soledad y de su vida trágica: demasiada vela, pienso yo, para su frágil palo. Demasiado para las dos.  

Guardo un recuerdo de aquella morera porque un día pinté un óleo pequeñito desde debajo de ella, y se ve el tronco y la cascada de hojas que yo reduje muchísimo para que se pudiera ver detrás el paisaje lluvioso y el maizal cercano.  

Pero la otra morera aguantó más y se extendió tanto que su sombra se apoderó de la sombra que había cubierto su vecina. Cuando llegó el año 1.986 celebramos debajo de ella el noventa cumpleaños de ltha, a quién ya no llamábamos mamá porque era la abuela desde hacía muchos años. Y bajo la única morera, a su sombra, nos reunimos a comer más de cien personas entre hijos, nietos, biznietos, sobrinos y los hijos de éstos y sus nietos, y aun vino una banda de música - que sonaba muy bien - del pueblito de Areas y se metió también en la sombra de la morera.  

Y murió la abueliña. La morera aguantó unos años, muy pocos, Porque había que podarla y mi hermana no quería, Decía:  

- Es que mamá, eso de cortarle ramas...  

Así se quedó hasta que otro fuerte ventarrón no tuvo piedad de ella. Porque tenía, como la abueliña, casi cien años de vida, muchas ramas, muchas hojas cayendo en cascada hasta casi rozar la tierra. Igual que la abuela, que eran muchos los hijos, muchos los nietos y los biznietos, y muchos los años, y era tiempo de irse con los que se habían ido antes que ella. Se fueron juntas, primero la abuela, después, enseguida, la morera.  

Por eso digo que ahora sí sé cual de las dos moreras era de la tía Carmiña y cual era la de mi madre. Lo sé, sí pero...  

Ahora ya los niños no gritan:  

-¡Mamá! ¡Que nos vamos a las moreras, a jugar!    

Ni los mayores nos preparamos una "queimada" para tomarla en cuenquitos de barro, quemando aun, y fumando como carreteros. Ya no va la abuela a sentarse a la sombra de su morera para hacer sus eternas colchas de ganchillo. Porque ahora, como dijo mi hija María, está: 

"Tejiendo con sus manos viejas que no tiemblan, una colcha de perlé para el Niño."  

Ahora, sin las dos moreras, Lira ya no es la misma: ¡algo le falta!

Nota del Autor

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