Allá
por el año 1.900 - poco más, poco menos - mi abuelo Ramón que daba una
vuelta por la finca miró hacia la capilla del pazo y la vio desamparada y
sola, con un entono descarnado y soso. Por entonces todavía no existía
el jardín entre la casa y la capilla, que eso aun tardaría más de
treinta años y lo haría mí padre con un albañil que se llamaba
Salvador. El abuelo, lo que hizo, fue un jardincillo muy apañado delante
de la capilla (cuyos restos llegué a conocer) y en él planto dos moreras,
una a cada lado de la puerta. En realidad cuando las plantó no tenían
ningún empaque. Eran dos palitos con unas hojas verdes en una punta y
unos como pelitos marrones en la otra. Y como andaban por allí jugando y
mirando dos de sus hijas pequeñas las llamó y les dijo: -
Mirad, aquella morera va a ser la tuya y esta otra es para ti. Sus
hijas eran, en versión mínima, lo que con los años llegarían a ser la
tía Carmiña y su hermana ltha, mi madre. Y las moreras hicieron lo que
ellas saben hacer: echar muchas ramas, muchas hojas, engordar y crecer.
Como crecer, crecieron demasiado. Se hacía necesaria una poda que
contuviera aquellas ansias de expansión desorbitada, pero mi madre sufría
siempre viendo quitarle a un árbol las ramas que había criado. Le parecía
que era como quitarle los hijos a una madre.
Pero
llegó el temporal de todos los años y una de las moreras no aguantó la
fuerza de aquellos vientos: era demasiado velamen para un solo palo.
Por
aquellos tiempos moría la tía Camiña agotada también por el peso de su
soledad y de su vida trágica: demasiada vela, pienso yo, para su frágil
palo. Demasiado para las dos. Guardo
un recuerdo de aquella morera porque un día pinté un óleo pequeñito
desde debajo de ella, y se ve el tronco y la cascada de hojas que yo
reduje muchísimo para que se pudiera ver detrás el paisaje lluvioso y el
maizal cercano. Pero
la otra morera aguantó más y se extendió tanto que su sombra se apoderó
de la sombra que había cubierto su vecina. Cuando llegó el año 1.986
celebramos debajo de ella el noventa cumpleaños de ltha, a quién ya no
llamábamos mamá porque era la abuela desde hacía muchos años. Y bajo
la única morera, a su sombra, nos reunimos a comer más de cien personas
entre hijos, nietos, biznietos, sobrinos y los hijos de éstos y sus
nietos, y aun vino una banda de música - que sonaba muy bien - del
pueblito de Areas y se metió también en la sombra de la morera. Y
murió la abueliña. La morera aguantó unos años, muy pocos, Porque había
que podarla y mi hermana no quería, Decía: -
Es que mamá, eso de cortarle ramas... Así
se quedó hasta que otro fuerte ventarrón no tuvo piedad de ella. Porque
tenía, como la abueliña, casi cien años de vida, muchas ramas, muchas
hojas cayendo en cascada hasta casi rozar la tierra. Igual que la abuela,
que eran muchos los hijos, muchos los nietos y los biznietos, y muchos los
años, y era tiempo de irse con los que se habían ido antes que ella. Se
fueron juntas, primero la abuela, después, enseguida, la morera. Por
eso digo que ahora sí sé cual de las dos moreras era de la tía Carmiña
y cual era la de mi madre. Lo sé, sí pero...
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Ahora, sin las dos moreras, Lira ya no es la misma: ¡algo le falta! | |||
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