Por
aquellos tiempos en que nos tocó empezar a vivir, es decir, los años
veinte y los treinta, había unas publicaciones infantiles y juveniles
estupendas. Creo que la más antigua o, por lo menos, la más cargada de
prestigio, era el TBO, aunque ya un tanto pasada de moda ante el poderío,
el nuevo estilo y la pujanza de los semanarios juveniles más modernos,
como "el Aventurero", con, las historietas de Flash Gordon, de
"el agente secreto X-9" (ambas de Alex Raymond), Tarzan, Merlin,
etc. O el otro semanario, el "Mickey", con toda la farándula
que salía de la factoría de Walt Disney. Pero, lo que son las cosas de
la vida: las tres publicaciones desaparecieron al comenzar la guerra
civil, que una guerra es capaz de hacer desaparecer, incluso, hasta el TBO,
con toda su carga de historia y prestigio. Sólo quedó de él su nombre
para designar genéricamente a estas publicaciones: los tebeos. Pues
bien, un personaje de aquellas historietas gráficas era Lolín. Lolín
era un niño pequeño, pelicorto, rubio y rizoso y más bien algo cabezudo;
y mi hermano pequeño, Alfonso, que era por entonces un renacuajo, tenía
una carretilla que era Lolín. Bueno,
esto hay que explicarlo algo, aunque sea por encima. Vayamos por partes:
tobillos se agarraba la
carretilla y se manejaba a gusto; la carga se ponía en el hueco que habían
dejado en su espalda y en lo que suele venir más abajo de ella en casi
todo el mundo (y también en Lolín). Y todo ello muy pintado, con el
traje de coloritos con que se le veía en los dibujos del tebeo. Pero
fallaba la madera. La madera era ligera, blanducha, de tablitas delgadas.
Se adivinaba que el proyectista y los constructores del vehículo lo habían
calculado para circular por el pasillo de la casa de calle Felipe Sánchez
53-1° ízqda., pero que usado en campo abierto correría riesgos muy
predecibles. Claro que esos constructores no contaban con la existencia de
Constante, el carpintero de la finca. Cuando Lolín llegó a Lira y,
conducido por Alfonsito a plena carga, tropezó con un trozo de ladrillo,
el conductor comenzó a llorar. Así. Sin más. Porque Lolín se había
roto y le asomaban unos clavitos finos y cortitos entre aquellas tablas pálidas
y frágiles. -
No te apures, hombre, Constante te lo arreglará. En
la media lengua de Alfonso, Constante era Tatán. En realidad él se
llamaba (o al menos le llamaban) Constante do Cabalo, para distinguirlo de
otro que le decían do Pitangas. Bueno, yo escribo "do", pero
tal vez sea más correcto poner "d'o", que mi conocimiento del
gallego es incluso inferior al de Fraga, y además que yo me armo un lío
con el que hablan los campesinos de Lira, y el de Rosalía de Castro,
Curros Enríquez y Castelao, y ese otro gallego que se han inventado para
la televisión, sin los giros propios del idioma y pronunciado con el más
puro acento burgalés. En
fin, que me aparto del tema: que el crío aprendió a ir él solito y
decirle al carpintero: -
Tatán, aguela Lolín Y
Tatán dejaba lo que estuviera haciendo (que siempre era mucho) y aguelaba
el desarreglo. De
forma que con el tiempo, una tablita nueva por aquí y otra mañana por
allá, Lolín, sin pintura, pero sólidamente construido ahora y
conservando, eso sí, su cabeza original, trotaba por los caminos
pedregosos de Lira con su carga de unas manzanas rugosas, un trozo de teja
y medio plato sopero desportillado. Por
eso, aún hoy, pasados más de 65 años cuando algo se me rompe por dentro
de mi alma y no sé cómo componerlo, me digo en voz muy baja: -
Tatán, aguela Lolín. Y yo sé que allá en el cielo el bueno de Tatán, dejando todo lo que esté haciendo- que siempre es mucho -, acude en mi ayuda como hacía con Alfonso, mi hermano pequeño. Nota de María: Y aquí es donde agarro el pañuelo y me seco los ojos.
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